Tomar decisiones inteligentes para crecer implica creer en ellas. A su vez esa creencia implica, como consecuencia, dar los pasos necesarios para alcanzar las distintas etapas que hacen a una apetecida realidad.
Tener coherencia es una premisa en el ser humano y en todo tipo de actividad social. Un hombre no contradictorio no necesita intérpretes que atiendan sus relaciones públicas, o psicólogos que lo saquen de sus íntimos círculos viciosos. Un país con políticas claras y definidas no necesita de brillantes gestores externos ni de politicólogos que compitan por interpretaciones de discursos y teoremas.
El peso de una Nación está en su solidez argumental y en la trayectoria de hechos conducentes. Un estado no se mide sólo por la cantidad de kilómetros cuadrados que ocupa, o los millones de habitantes que agrupa. Su consumo de electricidad puede dar un índice de industrialización, o de despilfarro. Su ingesta de proteínas puede señalar un desarrollo intelectual determinado o un alto índice de ciudadanos gotosos con exceso de ácido úrico. El consumo de agua potable marca un nivel de civilización o un estado irresponsabilidad comunitaria. La plena ocupación señala una economía en crecimiento o un estancamiento artificiosamente escondido. El acero puede ser empleado para fabricar armas que tienden a ser obsoletas, o vías ferroviarias modernas.
Si nos quedamos en el habitante como elemento integrante del cambio, pero asimismo generador de la transformación, descubrimos que su educación es esencial si queremos que la sociedad se proyecte hacia adelante. Si no ponemos inteligencia en nuestros estudios, ni en los estudios de nuestros hijos, no podremos salir de la mediocridad. No hay transformación ambiental posible, si no existe transformación individual y familiar previa. Si somos ignorantes, nuestra petición de que mejore nuestra educación va a ser siempre una ambigua expresión de deseos, carente de objetivos concretos y de exigencias definidas
Debemos ser educados en primer lugar para una convivencia democrática, que ¡oh sorpresa! debe comenzar en la familia, en donde la autoridad se ejerce para el bien del núcleo y no para vanagloria del mandamás. Tenemos que aprender para participar activamente de esta civilización con una tecnología desarrollada aun para las tareas hogareñas cotidianas. Es imperioso ser organizados en un mundo con exceso de población. Todo desperdicio, o cualquier pequeño ataque a la ecología, tiene un efecto multiplicador que compromete el futuro inmediato.
Trabajar inteligentemente lleva también a ahorrar con sabiduría. Ahorrar inteligentemente lleva a saber invertir. Los bienes de capital, tan necesarios para crecer, requieren del ahorro por parte de cada uno de nosotros. La tecnología actual en proporción no es tan cara como la vigente cincuenta años atrás, es la capacitación humana la que lleva más tiempo de inversión. Precisamente ese hombre moderno tiene que estar preparado para aplicar cotidianamente los avances de la ciencia y de la técnica. Su aggiornamiento pasa por sus hábitos positivos en la toma de decisiones.
No es que lo moderno nos vaya a hacer más felices. Simplemente dejaremos de ser infelices por quedar tan desubicados y extemporáneos con respecto a nuestros coterráneos del primer mundo.

Carlos Besanson
Publicado en el Diario del Viajero n° 228, del 11 de setiembre de 1991